Anclamos en una solitaria bahía en la isla de Rinca –Indonesia- cuando se nos acercó un barco de pesca con 3 hombres dentro. Uno de ellos hablaba un poquito de ingles, suficiente para explicarnos que vivían en la vecina isla de Komodo y que volvían aquí cada mañana así que si necesitábamos algo del pueblo podían traerlo por un precio razonable. Necesitábamos agua.
3 pescadores acercándose
Tras un poco de regateo el capitán aceptó el precio y arreglaron volver al día siguiente a las 10 de la mañana con 300 litros de agua y unas cuantas bananas. Me parecieron buena gente así que les pedí si podía ir con ellos hasta Komodo y pasar la noche en algún lugar. Rusdin, el único que hablaba un poquito de ingles dijo que ningún problema, que él arreglaría algo. Tenía una sonrisa preciosa y unos ojos almendrados.
Virginie, la otra chica en el barco que estoy ayudando a navegar desde Australia hasta Tailandia se apuntó también y nos alegramos por nuestra próxima aventura!
Rusdin
Rusdin nos llevó a casa de su abuela, un lugar donde se reúne toda la familia –una bonita familia musulmana.
Se llama Tamu. Tiene 90 años y no puede caminar, se pasa el día sentada o estirada en su cama, un simple colchón en el suelo de la cocina. Nos pidieron medicinas para su dolor de espalda y nosotras les dijimos que les daríamos nuestras pastillas a la vuelta, que las teníamos en el barco. Se alegraron mucho. Nos dieron de cenar, tras lo cual Rusdin nos acompañó a otra casa donde habían preparado una cama con un colchón doble para nosotras. Acabamos durmiendo en el suelo –como duermen todos allí- porque la cama estaba llena de bichos.
A la mañana siguiente, temprano, Rusdin nos llevó a ver dragones de Komodo y vimos uno enorme en la playa, que seguimos durante un buen rato hasta que se metió en una cueva.
Tamu
Rusdin nos llevó a casa de su abuela, un lugar donde se reúne toda la familia –una bonita familia musulmana.
Se llama Tamu. Tiene 90 años y no puede caminar, se pasa el día sentada o estirada en su cama, un simple colchón en el suelo de la cocina. Nos pidieron medicinas para su dolor de espalda y nosotras les dijimos que les daríamos nuestras pastillas a la vuelta, que las teníamos en el barco. Se alegraron mucho. Nos dieron de cenar, tras lo cual Rusdin nos acompañó a otra casa donde habían preparado una cama con un colchón doble para nosotras. Acabamos durmiendo en el suelo –como duermen todos allí- porque la cama estaba llena de bichos.
A la mañana siguiente, temprano, Rusdin nos llevó a ver dragones de Komodo y vimos uno enorme en la playa, que seguimos durante un buen rato hasta que se metió en una cueva.
Debíamos regresar a nuestro barco –teníamos 2 horas de camino en su barco de pesca y ya habían cargado los 300 litros de agua y unas bananas.
Virginie vio el día anterior que la familia vendía sarongs y no quería marcharse sin comprarles uno de recuerdo.
La cocina donde todo sucedió
Así que volvimos los tres a la casa de la abuela y mientras Virginie escogía uno yo caminé hacia la cocina para saludar a la abuela, Tamu.
Le cogí las manos e incliné mi cabeza respetuosamente. Ella sonrió.
Había otra mujer en la habitación, con una niña que lloraba.
Una de las nietas de Tamu se acercó con una bandeja con dos vasos: en uno había granos de arroz crudos y en el otro agua.
Pensé que la escena era interesante y pedí con señas si me podía sentar y tomar fotos de lo que yo pensaba era medicina tradicional para la abuela.
Me contestaron que ningún problema.
Había una cazuela con brasas. Ellas echaron algo y de repente empezó a humear
Los llantos de la niña eran histéricos ahora y me miraba con ojos de absoluto pánico. Yo creí que mi presencia la asustaba al no estar acostumbrada a “bulé” –extranjeros, en su lengua.
Les dije a las mujeres que si era mejor que me marchara y dijeron que no.
Su madre le azotó el trasero con fuerza pero la niña estaba descontrolada.
La abuela tenía una vieja caja de metal de donde sacó un pequeño cuchillo y un pedazo de algodón que frotó vigorosamente contra una raíz de color anaranjado y olor semejante al gengibre.
La madre cogió a la niña por las piernas y abriéndolas se la ofreció al pequeño y viejo cuchillo de Tamu..
Nota el cuchillo en su mano derecha
Me dijo “tradición musulmana”. Yo cotesté “Vámonos”.
La familia entera nos acompañó hasta la puerta. Se despidieron de Virginie, pero yo estaba en tal estado de shock y confusión que no dije nada, me fallaban las fuerzas. Caminé como pude hasta su barco y allí me derretí en lágrimas. ¿Qué podría haber hecho yo? ¿Pararlo? Hubieran continuado en cuanto me marchara… ¿Hacerles entender que eso no está bien, cuando no hablo su idioma ni ellos el mío? Probablemente ni entendieran mi reacción, al estar esta tradición tan arraigada en su cultura. La escena fue tan casual como pelar a un pollo muerto.
Siempre he tenido este tema presente. Quién me iba a decir que un día sería testigo directo de ello.
Como fotógrafa podría haber documentado todo el proceso para denunciarlo luego. Yo no puedo. Hubiera vomitado, me hubiera desmayado, hubiera pegado a todo el mundo en esa habitación. No podría vivir con esas imágenes en mi cabeza.
Los llantos de esa niña y su mirada me persiguen allá donde voy, cada día…
¿Dónde dice en el Corán que tienen que castrar a sus mujeres? ¿No es esa una terrible manera de manipular robándoles su libertad, pensando que así les serán fieles?
¿Cuándo tendrá la mujer los mismos derechos que el hombre? ¿Cuándo acabará este sufrimiento e injusticia para millones de mujeres en todo el mundo? Y no es sólo una “tradición musulmana”. También en nombre del cristianismo y de otros se practica
Cada vez que miro las fotografías que hice de niñas pequeñas me entristece pensar por lo que han pasado o van a pasar. Y bajo esas condiciones –un viejo cuchillo, nada de anestesia…-me pregunto cuál es la tasa de mortalidad infantil en comunidades como esta y qué número está estrechamente relacionado con esta brutal práctica.
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